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La insoportable levedad del “yoísmo”


 |  Arnulfo

Descubre cómo el 'yoísmo' intoxica nuestras vidas y nos aleja de lo colectivo. Un análisis crítico y exclusivo de Fernando Buen Abad Domínguez

 Por Fernando Buen Abad para AMAPLUS TV

Yo opinoyo creopara míyo viyo estuveyo sé… Estamos intoxicados por el “yoísmo” que es una de las taras ideológicas más resbaladizas de toda la historia de la filosofía, de la psicología, de la política y de la vida cotidiana. No se trata de un simple inventario de egolatrías.

Cuando todo depende del “yo”, quedamos atrapados por sus emboscadas, por sus trampas y por sus disfraces. Se nos presenta como una autoridad cargada de certezas, como una identidad estable que cree poseer coherencia, como un pequeño “imperio” dentro del cuerpo que reclama permanencia en medio del tiempo y la sociedad. Pero cuando se escarba, cuando se pone bajo la lupa de la crítica seria y de la semiótica dialéctica, lo que se encuentra es una construcción aberrante plagada de contradicciones, mediada por signos y determinada por relaciones sociales que dependen, principalmente, del capricho individual.

El yoísmo es insoportablemente leve porque se constituye en la ilusión de la autosuficiencia, mientras que en verdad está entramado en la densa red de determinaciones históricas, ideológicas y simbólicas que lo condicionan en cada acto de pensamiento, en cada emoción, en cada palabra. Templo del individualismo.

Una primera emboscada del yoísmo es hacernos creer que “yo soy yo” con independencia de los demás. Como si se tratara de una mónada aislada que, por pura voluntad, se bastara a sí misma. En realidad, el yoísmo emerge en cierto lenguaje que ignora que el lenguaje es siempre colectivo. Cada palabra que se pronuncia para decir “yo” ya ha sido usada por millones de personas antes, con sentidos diversos, con intenciones contradictorias. Decir “yo” es repetir una huella cultural y social. El yo no existe sin el tú, sin el nosotros, sin el ellos. Pero el yoísmo se obstina en presentarse como dueño absoluto de sí, como si fuera un monarca dentro de la psique, escondiendo que cada gesto suyo lleva la marca de lo social. La segunda emboscada del yo es hacernos sentir que el tiempo nos pertenece. “Mi vida”, decimos, como si el tiempo fuera un recurso personal que podemos administrar a voluntad. Pero el tiempo del yo está atado al tiempo de la historia, al ritmo de la producción, al calendario de las luchas sociales, a los relojes que el capital impuso para regir la jornada laboral. El yo cree que el tiempo es suyo, cuando en realidad lo que hay son fragmentos arrebatados de un tiempo social más amplio, que lo envuelve y lo condiciona.

Una tercera emboscada del yoísmo es la ilusión de consistencia. Dicen: “yo pienso”, “yo quiero”, “yo siento”, como si el sujeto que piensa, quiere y siente fuera idéntico a sí mismo de principio a fin. Pero el yoísmo es un palimpsesto. Cambia, se contradice, se disuelve, se recompone. Lo que llamamos identidad personal es una construcción narrativa que se rehace en cada acto de memoria. “Para mi que…” es, en rigor, una falacia tranquilizadora, porque el yo ya no existe y en su afirmación sólo hay discontinuidad, ficción ególatra de un hilo conductor donde hay apenas retazos. Esa ficción es insoportable. Por eso la levedad del yo se cubre con los velos de la incoherencia narrativa. Otra emboscada particularmente dañina es la del yo lenguaraz que confunde su mera opinión con verdad universal. Se parapeta en la frase “yo opino” como si en ella se agotara toda posibilidad de conocimiento. Así, cualquier complejidad histórica, cualquier evidencia científica o cualquier análisis filosófico queda subordinado a la dictadura de la subjetividad instantánea. El yo lenguaraz se enorgullece de su espontaneidad, pero esa espontaneidad está saturada de clichés mediáticos, de frases hechas, de ideología dominante repetida con tono personal. La insoportable levedad del yo se expresa aquí en la banalización del pensamiento: lo que debería ser debate razonado se transforma en desfile de ocurrencias.

Una cuarta emboscada del yoísmo es el espejismo de la autonomía cruzada por condicionamientos ideológicos, por presiones de clase, por sesgos inculcados en la educación y la cultura. Es un nudo semiótico donde se cruzan discursos, valores, expectativas y tensiones históricas. Es burgués y se proclama libre porque consume, porque elige en el mercado, pero esa libertad es el disfraz de su esclavitud a la lógica del capital. Así, el yoísmo es siempre un yo situado en la lucha de clases, aunque la niegue o se use como disfraz de neutralidad. Lo trágico de esta emboscada lenguaraz es que el yoísmo cree estar afirmándose cuando, en realidad, se disuelve en la lógica mercantil de la opinión como mercancía. En las redes sociales, cada comentario individual es consumido y descartado con la misma fugacidad que cualquier producto. La opinión se convierte en espectáculo, en destello que no ilumina nada. El yo lenguaraz se inflama de sí mismo, pero lo único que produce es más levedad, un yo que grita su subjetividad sin peso, sin historia, sin densidad. Y así, el espejismo de la voz propia refuerza el silencio de lo verdaderamente común.

En la quinta emboscada del yoísmo está la privatización de la experiencia. La ideología individualista enseña a creer que nuestros dolores y alegrías son absolutamente personales, como si no existiera un entramado social que los condiciona. El yo se presenta como propietario de emociones que son, en gran parte, producidas por estructuras sociales. La industria del entretenimiento sabe esto mejor que nadie, produce emociones en serie y las vende como experiencias íntimas. Allí se muestra la insoportable levedad del yoísmo, convertido en consumidor de sensaciones que se cree autor de lo que apenas recibe empaquetado.

En sexta emboscada del yoísmo está el culto a la autorreferencialidad. Suelen decir “para mi…” que invita a reducir todo a uno mismo, a mostrarse, a exhibirse como templo de selfies, perfiles, narrativas digitales, todo parece girar en torno a la auto-representación. Pero ese yoísmo que nos intoxica la vida está moldeado por algoritmos, por estándares de visibilidad, por códigos estéticos dictados por la lógica mercantil. El yo se vuelve mercancía, una identidad empaquetada para ser consumida. Y en ese proceso, la supuesta singularidad se disuelve en patrones repetitivos. Lo insoportable de la levedad del yo digital es que se cree único mientras reproduce moldes masivos. Aquí la emboscada es brutal: hablar de sí mismo se convierte en obedecer a un guion preestablecido. Insoportables.

Una séptima emboscada del yo es la ilusión de transparencia. Creemos que nos conocemos a nosotros mismos, que podemos narrarnos con claridad. Pero el yoísmo está lleno de zonas opacas, de inconscientes colectivos e individuales, de contradicciones que desmienten la idea de transparencia. Cada vez que decimos “yo soy”, dejamos fuera determinaciones que ni siquiera alcanzamos a percibir. El yoísmo se reduce a lo que logra decir de sí mismo, pero queda atrapado en la limitación del lenguaje. Nunca decimos todo. Nunca nos decimos del todo. El “yo pienso” es una fracción hablante de un ser complejo que desborda los límites de la auto-descripción.

Una octava emboscada del yoísmo es la sacralización del ego. En nombre del yo se ha levantado toda una industria de autoayuda, de psicologías del éxito, de pedagogías individualistas que refuerzan la idea de que la salvación está en uno mismo. “Cree en ti”, “Sé tú mismo”, “Ámate” son slogans de un mercado que explota la fragilidad identitaria. Pero ese yo inflado, sacralizado, no resuelve las contradicciones estructurales que lo atraviesan. Apenas las maquilla. Y mientras más se lo adorna, más leve se vuelve: el yo crece en superficie y se vacía de profundidad.

La novena emboscada del yoísmo es la de sus espejos múltiples. Vivimos en un mundo aburguesado donde cada relación nos devuelve una imagen de nosotros mismos. El yoismo es una borrachera de ego y sus reflejos. Pero al querer apropiarse de esas imágenes, se fragmenta. Soy el que otros ven, soy el que imagino que ven, soy el que quiero que vean, soy el que temo que vean. Esa polifonía de imágenes deja al yo flotando en un océano de percepciones ajenas, sin un ancla propia. El yo se vuelve insoportablemente leve porque depende de la mirada de los demás para sostenerse.

Y la décima emboscada del yoísmo es la que cierra el círculo, creer que hablar de sí mismo es una forma de verdad. “Para mi que…”, “yo pienso que…” En realidad, cada deyección del yoísmo es un dispositivo ideológico, un montaje semiótico que selecciona, oculta, inventa. Hablar de sí mismo es ya entrar en una ficción, porque el yoísmo que habla no coincide con el yo que vive, y el yo que escucha esas palabras tampoco coincide con quien las dijo. La insoportable levedad del yoísmo, entonces, consiste en esa tensión permanente: el yo se cree sólido, pero está hecho de agresiones semióticas; se cree soberano, pero está atravesado por negaciones históricas; se cree dueño de sí, pero es un campo de batalla de discursos y poderes decadentes. Hablar de sí mismo es siempre caer en emboscadas, porque no hay afuera del lenguaje ni afuera de la ideología. La única salida crítica es reconocer esa condición, desmontar las trampas, devolver al yo su carácter histórico y social. Tal vez entonces podamos reeducar al yo en lugar para convertirlo un nosotros liberador que no se absolutiza, que se sabe frágil, que se reconoce en lo comunitario.

No se trata de aniquilar el yo, ni de perderse en la disolución, sino de inscribirlo en la dialéctica de la vida colectiva. El yoísmo pesa insoportablemente porque el capitalismo lo ha vaciado de vínculos reales y lo ha llenado de egolatría decadente. La tarea emancipadora es devolverle densidad histórica, reconocerlo como nodo de la semiosis social y como trinchera de lucha contra las formas ideológicas que lo reducen a consumidor, a cliente, a espectador. Y ese proceso sólo cobra sentido en relación con los otros, en la construcción de un nosotros capaz de sostenerse frente a la fragmentación y la alienación.

Hablar del yoísmo, denunciarlo y repudiarlo, es una invitación a desmontar mil emboscadas. Y cada emboscada es un espejo que devuelve la imagen de un yo leve, frágil, ilusorio, tóxico. Pero reconocer esa fragilidad no es un gesto de resignación. Es un acto de lucidez crítica. Es la condición para subordinar al yo en la historia colectiva, para convertir su levedad en punto de apoyo para una subjetividad consciente de sus determinaciones y capaz de luchar por su emancipación. En ese horizonte, el yo deja de ser un espejismo solitario para convertirse en signo vivo de la posibilidad de un humanismo de nuevo género.

Ese yoísmo que se erige en juez absoluto, reduce la riqueza de la semiosis social a un monólogo autorreferencial. No escucha, no contrasta, no somete sus palabras al rigor del argumento ni a la disciplina de la evidencia. Se siente dueño del sentido y se vuelve incapaz de reconocer la mediación de los otros. Lenguaraz en su ejercicio, confunde la multiplicidad del mundo con la resonancia de su voz. Se embosca en la comodidad de creer que hablar es pensar, y que pensar es suficiente con opinar. Lo que resulta es una inflación de discursos huecos que llenan el espacio público de ruido y vacían las condiciones del diálogo crítico. Se hace nauseabundo.

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